15 de marzo, 2009.
Año 02. Num. 47
A Emilia Castañeda de Ruiz, mi abuela
¿Te acuerdas cuando nos parabas de la cama a media noche a bailar danzón frente a la televisión en blanco y negro, ese donde veías los fines de semana el programa de Saldaña? Me enseñaste que todo era en un cuadrito, arrastrando los pies. Una mano en la cintura y la otra al aire. Luego con la película que hizo María Rojo me enteré un poco más de la actitud grave que hay que tener y la mirada por encima del hombro clavada en lontananza. Parecía fácil entonces, pero a mis cuarenta todavía no aprendo a bailar. Nomás escucho las danzoneras para gozar la cadencia con que brillan saxofones y timbales, acompañados por el güiro chachalaco. A veces lo intento. Pero acaba en payasada; de serio, nada.
Hoy fui al California Dancing Club, el palacio del baile en México, a romper mis prejuicios clasemedieros y mis programaciones de burócrata estéril. Lunes 7 p.m. Me puse de pretexto una plancha que quería comprar en Portales. Pero yo sabía que el objetivo principal era entrar al famosísimo salón. Tenía rato queriéndolo hacer, pero no me animaba. Qué pena –pensaba- si al pasar por Tlalpan algún conocido me ve entrar. Algo como detenerse a negociar con una sexo-servidora o entrar a un hotel de paso.
Nada de eso. Desde la entrada admiré los carteles y reconocimientos a las danzoneras, la placa de la Asociación de Locutores, la entrega de Califas a varios artistas, entre ellos, Verónica Castro, las fotos de Paco Stanley y Madaleno , Cantinflas, Clavillazo y “Resortes”, el homenaje, casi altar, al inmortal Acerina.
Si he de buscar alguna semilla en este breve jardín donde a cambio de vergüenzas voy cultivando las flores arraigadas de la cultura popular, se lo debo a tu café con leche Carnation servido en esa loza desportillada que ahora encuentro en el Emporio Mercantil, resabio de antaño que se niega a morir; la sensación del plástico transparente sobre el mantel con motivos navideños que pasaba buen tiempo del año puesto en la mesa del comedor; el olor a limpio de las sábanas blancas recién asoleadas, el caldito de pollo con verduras y arroz, que tan rico sabe en las fondas, los paseos al mercado de Jamaica para comprar flores y frutas de temporada, y sábilas amarradas con listón rojo para ofrendarlas a San Martín Caballero, las telas en la Merced, o las idas al Mercado de San Juan por el pollo y otros sazones; y hasta esa osada ocurrencia (vivida en mi familia como humillación tolerada) de vestirme de indito a los tres años y llevarme a bailar al zócalo un jueves de corpus. Quién sabe cuántos olores, sabores, sensaciones, sonidos y ambientes que hoy busco como parte de una identidad perdida –debería decir, acaso, no conquistada- los recibí de tus manos, esas manos fuertes, de trabajo, con las uñas ganchudas, siempre pintadas de rojo; manos que tejían con el revés de la fe, el derecho de este presente.
$40.00 Damas, $50 Caballeros. Tras la cortina de tela con motivos florales se desplegó aquel palacio soñado por el Maraha de las mil y una noches, donde las parejas hacía dos horas que pagaban tributo a su Majestad, el Danzón. Un campo sembrado de árboles hermafroditas giraba armónico, entrelazando sus ramas al compás de la orquesta de José Casquera, alternando con Los Matanceros. De pronto un alto general. Aplausos. Paso renovado. Cadencia. Las piezas no necesitan más letra que un buen título, lo demás es vuelta a la izquierda. Giro a la derecha. “Cintura y seda”,” Macho perron”, “Violín”, “Rumba mamá”. Diálogos silenciosos. Miradas cómplices. Alto. Sigue la música. Ellas abren su abanico y lo agitan como plumas de pavorreal refrescando su rostro. Del follaje de brazos se desprenden mariposas. El baile continua.
Me sentía muy expuesto solo, a un lado de las escaleras viendo cómo bailaban las parejas expertas. La mayoría rebasaba el medio siglo. Subí al primer piso y me senté a la mesa. Un gentil mesero se acercó con una charola de lámina bajo el sobaco y me ofreció a escoger agua sola, jugo de durazno, jugo de piña o coca cola. Volvió con el jugo de durazno natural con trocitos de fruta en un vaso de plástico pequeño. Estuve sentado más de una hora disfrutando el ritmo de los músicos, viendo bailar a las parejas, admirando el esmero con que algunas se arreglan para lucir su baile. Sombreros de pachuco, cintas de colores y plumas que al girar dan al movimiento una elegancia casi fantástica. Zapatos de charol, estolas. Hay paseítos de la música en que las parejas altas lucen muy bien. La esbeltez y la cercanía de los cuerpos unida a los matices, casi silencios de la orquesta, generan un suspenso que se reanima al redoble, alentando las trompetas y trombones para luego acelerar. Entonces los bajitos se dan vuelo. Una suerte de cumbia, rock o cha-cha-cha los convierte en trompos chilladores que se alejan y regresan en un intercambio de sonrisas y gotas de sudor.
Pago los $20.00 de la mesa y los $5.00 del jugo. Bajo y rodeo la pista. No me resigno a salir de ahí sin mover el bote. Camino balanceándome, me refugio en lo oscurito junto con otra pareja muy en lo suyo, y me doy chance de bailar con mi reflejo. Entro en calor. Me acerco a la orquesta para sentir más la música. Repito los pasos del hombre a mi lado. Advierte mi impericia. Comenta con su pareja. Ambos celebran mi esfuerzo. Al poco rato me duelen las piernas. Me doy cuenta de que estoy muy rígido queriendo seguir los pasos. Prefiero danzar entre el rigor y lo espontáneo. Inmerso en mi baile avanzo por el pasillo buscando alejarme del olor del baño. Entonces aparece Lourdes Vega, bajita, como tú, de cabello negro, corto, con un vestido de seda color arena y tirantes negros. Me toma de la mano decidida a mostrarme el alfabeto danzonero. Haz los cuatro en un cuadrito. Otra vez la primera y única lección que me diste. La sigo. Báilame tú, ordena. Termina la pieza y me lleva con su amiga Rosa Isela, quien está con los pies sobre una silla leyendo la pantalla de su celular. Ella sí sabe enseñar. Mi mano va de la de Lourdes a la de Rosa que me devuelve a la pista. Sígueme. Siente la música. ¡Uy, estoy bailando! digo en silencio. Supongo que para ella soy bastante torpe, pero a su lado siento que lo estoy logrando. Ahora tres pasos a la derecha. Luego a la izquierda. Ahora cruzado. Muy bien. Para atrás y adelante. La mujer debe terminar la pieza del lado derecho –me dice- y ambos miran a la orquesta. Una, dos tres piezas y la última de la noche. Le doy mi asombro con un gracias y me despido de mano. Otra señora se acerca. Todo es empezar, -me anima. Salgo del Califas rumbo al metro Portales. Mi mano huele a Channel Num. 5, el mismo que tú usabas. Ah qué rico es el aroma del recuerdo. Ahora entiendo porque valía la pena dejar la cama a media noche y zapatear vestidos en piyama.
Hasta la próxima.
lunes, marzo 8
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